Me despierto con el ruido en el habla. Algo en la lengua me muerde. Me obliga a quedarme en lo onírico. De repente lo veo, encendido, en el espejo. Su aspecto es de un animal robusto y manchado de negro. Sus ojos  pardos se iluminan desde una profundidad que da miedo. Las garras se acercan, pendientes de darme un primer rasguño en el rostro, de rasgarme la piel para mostrarme quién soy verdaderamente. El espejo vigila, tantea su cara y la mía, acerca su boca de vidrio a nuestra piel pero no nos toca; se mantiene próximo, como si fuese también parte de este juego. Y el sueño se vuelve miedo, repulsión, deseo, y el félido tiene hambre, ansias de comer mi fragilidad, mi desmesura. Quiero despertar pero algo dentro de mí me obliga a seguir. Tanteo en la noche el cuaderno y la birome, los tomo y escribo, desesperadamente mis manos se entregan a una escritura ágil y desmedida.Tengo el deseo de que el animal se duerma y vuelva de donde vino. Pero no. Cuánto más escribo, más cerca están sus dientes de mi carne, de este cuerpo. No me detengo. Lo observo y siento que por primera vez desafío a un ser más poderoso que yo. Hago consciente el miedo, pero no dejo de mirarlo, de provocar con mis palabras su apetito. Cuánto más cerca estoy del peligro, más viva me siento.

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