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Dejar que el barco se pierda en el mar. No salvar la vela rota. No darle sutura. Ver, lentamente, cómo las últimas partes se hunden en la más oscura noche. Pasar las manos, a modo de caricia, sobre el cuerpo yerto y húmedo. Desprender. Degollar. Hacer dormir un barco en la más terrible oscuridad y sentir paz.
Fría mañana para destapar mis manos. Escribir se ha vuelto cosecha infértil desde hace algún tiempo. Siembro, y aunque arroje la semilla al cuenco de tierra más profundo, se marchita en el instante exacto en que ese ser intenta enraizarse a este mundo. No es mérito de las manos la hondura en cada palabra. Aquí crece una flor salvaje y no me da miedo. Cavo con ahínco la tierra que nace con carroña, allí me esmero. Coloco mi oído sobre el suelo seco: escucho el corazón de este hogar. Los dedos buscan las curvas. Los vericuetos. El polvo. Los bichos. La negrura entre mis dedos me hace poderosa. Afuera está más húmedo y me preparo para el reposo. Dormir, con el cuerpo entumecido como  piedra. Golpear con el garrote hasta romper el frío. Penetrar hondo. En total oscuridad, mis ojos se iluminan. Escribo como quien ofrece, con total sutileza, una vela encendida, en medio de la noche.
Atardece y salgo a la puerta de mi casa a encender las luces. Camino despacio, recortando la distancia que hay entre cada farol, y en un acto casi sagrado, doy luz a la posibilidad de esta noche. De fondo, un cielo rojísimo: tropel que arriba con toda su furia, pero nunca lastima. Estos caballos, mansos como el arroyo, se alimentan de la hierba de mi hogar. Forman parte de este paisaje. Aquí nadie te quita el aliento, salvo la noche. Por momentos, me parece poder oír el diálogo entre los árboles y el frío de esta noche. Escribo con frío, mientras mis manos deliran.
Hace meses que no recuerdo lo que sueño. Mis noches se han vuelto pesadas piedras que caen sobre mi cabeza. Rompen, como olas, sobre mi sien; y despierto con un gemido de tigre en mi garganta. Valiente el animal que con sus garras se ahonda en el vacío, y me desgarra. Tajo limpio, y mi cuerpo, abierto como fruta, resplandece. ¿Quién se atrevería a buscar con sus manos la dulzura? Fragmento del poemario inédito "Selva roja".
Me escribo a mí misma: ardes en la punta de la lengua y sin embargo me cuesta encender la mecha en mis manos. Muerdo la almohada de furia y corro monte adentro. Atrás, mis perros mueren de frío y de tristeza, mientras el cuerpo se mece al compás de la hierba que crece a destajo y, perdida en la oscuridad, recuerdo el viaje. Sobre mi cabeza noche cerrada. Nadie descansa sobre la soledad de la estepa. El camino a casa se extiende llano y extenso, y mis ojos apenas distinguen mi propia sombra. Camino hacia el sonido del agua, corriendo tras las piedras. Ser audaz, es tropezar con las piedras de este río y no caer. El murmullo del viento seca mi garganta, y la boca grita: ¿Quién dijo miedo?

Selva Roja

No he sabido medir con cuidado la intensidad con que la mano escribe o muerde al que ama. En el cuerpo ha comenzado a crecer una espesura con la que podría romper cabezas de ganado. Pero solo he aprendido a cortar naranjas y a sacar gajo por gajo su dulzura. Dentro nace, noche tras noche, una redada en contra de mí misma. El cuerpo palpita cual si fuese un engranaje a punto de estallar, sin embargo, se acostumbra a su naturaleza salvaje. Algo se orquesta al momento en que cavo con las manos dentro del cuerpo para entender dónde se esconde la maleza. Dónde su vértice de acero y su voz de ventrílocua. No he podido demostrar que una selva es mucho más que un terreno oscuro. Sé muy bien que un pez podría morder la trampa que he erigido en el trabajo constante de besar diente con piedra,  y ahogarme en mi propia red. Entonces miedo. 
Ábrete cuerpo y hazte piedra que choque contra la flor. Nunca piedra contra piedra. Siempre soltará chispa y aquí dentro necesitamos dejar de navegar. La costa que nos ampara es, también, ésa que nos arroja, una vez más, mar adentro. Cuando busques sombra no saques los trapitos a la hora del sol del mediodía. Cuando busques paz, duerme profundamente debajo de la uva de playa más cercana. Di el nombre más rotundo que tengas en tu boca. Deja que crezca el sabor amargo de la palabra adiós y recoge el equipaje.