Dejar que el
barco se pierda en el mar. No salvar la vela rota. No darle sutura. Ver,
lentamente, cómo las últimas partes se hunden en la más oscura noche. Pasar las
manos, a modo de caricia, sobre el cuerpo yerto y húmedo. Desprender. Degollar.
Hacer dormir un barco en la más terrible oscuridad y sentir paz.
Atardece y salgo a la puerta de mi casa a encender las luces. Camino despacio, recortando la distancia que hay entre cada farol, y en un acto casi sagrado, doy luz a la posibilidad de esta noche. De fondo, un cielo rojísimo: tropel que arriba con toda su furia, pero nunca lastima. Estos caballos, mansos como el arroyo, se alimentan de la hierba de mi hogar. Forman parte de este paisaje. Aquí nadie te quita el aliento, salvo la noche. Por momentos, me parece poder oír el diálogo entre los árboles y el frío de esta noche. Escribo con frío, mientras mis manos deliran.
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