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Córdoba, 08 de agosto de 2011 Preparando las valijas para ausentarme un poco más profundo de mí misma. Más al sur del corazón, para que nadie me encuentre. Reencuentro con viejas amigas, grandes amigas, grandiosas amigas. Una semana de paz. ojalá se extienda más allá del lunes. Qué viajo tan raro, me digo. Desde que llegué no hice más que merodear terrores a los que no quiero volver: la mano escarbando la tierra, buscando la humedad que hace falta a su vida. Humedad que riegue la aridez emocional. Eso.Que venga el agua y riegue el cuerpo. Que emancipe la noción de hambre y de soledad.  Un viaje raro, porque todo el tiempo me he sentido sola, a pesar de que he tenido a mucha gente a mi lado.Hemos conversado sobre el tema, pero dentro de mí, algo galopa a cada instante. Un animal que parece estar atado a un árbol apenas con una débil soga, y al menor susurro, va a salir desesperado a buscar libertad. La huida no conduce a ninguna parte. Por ahora hay que enfrentar los miedos, las inseg
Últimamente, el diálogo es más conmigo misma que con los demás. Converso no sólo con quién soy sino también con quién fui alguna vez. Lo raro es que todo conlleva un silencio raro. Tengo tan pocas ganas de ver a tanta gente. Este viaje no es como tantos otros, lo siento así a pesar de que hace pocas semanas que aterricé en Córdoba. Ando más sola que acompañada, pero porque quiero, lo necesito. Desde hoy que estoy escribiendo sin parar, como si fuese más que una urgencia transcribir el dolor del alma en un papel virtual, insípido y flojo. Escribir, hasta el hartazgo. En algún momento llegará el sosiego desde este interior. Algo callará dentro de mí y sabré que estoy en paz. Ya no quiero este oleaje que transgrede todo sentimiento. Menos el agua golpeándome el cuerpo desde dentro. Toda profundidad que sostenga el esqueleto existe apenas por una palabra que emito en las noches: transformación. Quiero cambiar. Y este viaje es un nuevo comienzo, una nueva oportunidad. Desde acá veo un horiz
Mientras tomo un café bien fuerte, me dan vueltas varias ideas sobre el tema. Todas se han ido hilando en estos días, paulatinamente, como una gran urdimbre, gracias a las conversaciones sostenidas con varias amigas y con mi madre. En medio de una conversación con una amiga, ella dijo: “es como un bosque que no te deja ver el árbol”. Inmediatamente pensé en la espesura, en ese ramaje brusco que luego de un tiempo se convierte en hojarasca y que no deja ver del todo lo que existe más allá de la mirada. Un árbol que está sometido a su propia sombra, como si unas manos lo hubiesen arrancado de la luz y lo hubiesen dejado en lo más oscuro de un cuerpo. Mi cuerpo adherido a una piel desolada.
Admitir que este viaje ha sido un merodeo constante por lo más oscuro, cómo duele. Hincar la mirada allí donde todo se ha vuelto una espesura, esa costra que late y late en la piel, y en forma de cuerpo alza la voz para culparme. Desde que llegué tengo la misma sensación: de que algo en mí comenzó a desbordarse, y que un cimiento está por romperse. Miedo no me da, esta vez no. La sensación que siento es que debo seguir adelante. Mi madre ha sido de gran ayuda. La palabra nos vinculó aún más, en el acto de intentar hablar sobre lo que duele. Transformación, me dije el otro día. Y algo empezó a correr entre mis órganos, desesperado, como un animal en celo.  El problema ahora es domar a ese animal, ponerle freno, porque si este se desboca, ambos nos desbocamos.  Sin embargo, desbocar al cuerpo también sería una buena forma de trascender lo físico a un terreno mucho más intangible. Que el cuerpo sea más que órganos cimentados por una tosca piel, que sobrevive. La conversación ha dado bueno