Fría
mañana para destapar mis manos. Escribir se ha vuelto cosecha infértil desde
hace algún tiempo. Siembro, y aunque arroje la semilla al cuenco de tierra más
profundo, se marchita en el instante exacto en que ese ser intenta enraizarse a
este mundo. No es mérito de las manos la hondura en cada palabra. Aquí crece
una flor salvaje y no me da miedo. Cavo con ahínco la tierra que nace con carroña,
allí me esmero. Coloco mi oído sobre el suelo seco: escucho el corazón de este
hogar. Los dedos buscan las curvas. Los vericuetos. El polvo. Los bichos. La negrura
entre mis dedos me hace poderosa. Afuera está más húmedo y me preparo para el reposo.
Dormir, con el cuerpo entumecido como piedra. Golpear con el garrote hasta romper el
frío. Penetrar hondo. En total oscuridad, mis ojos se iluminan. Escribo como
quien ofrece, con total sutileza, una vela encendida, en medio de la noche.
Alborada
i qué habrá sido del hombre que me mordió la boca hasta sangrarme ii no sé mi nombre de memoria porque siempre me olvido aquél que tiene olor a infancia iii soy una mujer dolida sin nombre me contemplo ante el espejo y ambos nos descubrimos huérfanos iv he caminado por los jardines más esplendorosos pero nunca como esa mañana en que vos y yo conocimos la ternura. v te vi y algo en mí te pronunció bajito vi tu nombre me recorre el cuerpo tu cuerpo me recorre el nombre vii mi palabra es un gran árbol que echó raíces en tu nombre
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