Fría
mañana para destapar mis manos. Escribir se ha vuelto cosecha infértil desde
hace algún tiempo. Siembro, y aunque arroje la semilla al cuenco de tierra más
profundo, se marchita en el instante exacto en que ese ser intenta enraizarse a
este mundo. No es mérito de las manos la hondura en cada palabra. Aquí crece
una flor salvaje y no me da miedo. Cavo con ahínco la tierra que nace con carroña,
allí me esmero. Coloco mi oído sobre el suelo seco: escucho el corazón de este
hogar. Los dedos buscan las curvas. Los vericuetos. El polvo. Los bichos. La negrura
entre mis dedos me hace poderosa. Afuera está más húmedo y me preparo para el reposo.
Dormir, con el cuerpo entumecido como piedra. Golpear con el garrote hasta romper el
frío. Penetrar hondo. En total oscuridad, mis ojos se iluminan. Escribo como
quien ofrece, con total sutileza, una vela encendida, en medio de la noche
Tobías
La luz, que ingresa por la ventana, mueve el mundo didáctico y emotivo de mi hijo Tobías. Parlan las manos sobre el papel. Nada es tan importante como entender que los sonidos están quietos sobre el agua. Aunque una quiera moverla, alterarla, ella está silenciosa, como abstraída de su entorno. No sabe decirlas, pero intenta, suelta “lenguaradas”, transforma un perro en guau guau. La música de fondo larga destellos de felicidad, de armonía, como si la vida fuese ir de compras de la mano de alguien a quien uno ama.
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