De repente el ojo queda detenido en un
objeto, digamos un pájaro que está tendido en una rama oscura; él está allí,
silencioso, mientras mis ojos lo miran. Lo recorren. Piensan en la forma en que
se transforma el espacio con un simple parpadeo. Por ejemplo, si de pronto el
pájaro alzara el vuelo y se perdiese en la inmensidad, detrás de todo eso, qué
habría detrás de todo ese vacío que representó la huida de esa ave. ¿Mis manos
escribiendo y temblando mientras escriben, qué exactamente? Ese paisaje, ese en
el que los dedos teclean apresuradamente para no perder la imagen, también se
diluye, se transforma, acontece, acaba. Y el vacío. Aunque no haya un pájaro
tendido en el fondo del patio, en la rama oscura, latiendo, viviendo.
Atardece y salgo a la puerta de mi casa a encender las luces. Camino despacio, recortando la distancia que hay entre cada farol, y en un acto casi sagrado, doy luz a la posibilidad de esta noche. De fondo, un cielo rojísimo: tropel que arriba con toda su furia, pero nunca lastima. Estos caballos, mansos como el arroyo, se alimentan de la hierba de mi hogar. Forman parte de este paisaje. Aquí nadie te quita el aliento, salvo la noche. Por momentos, me parece poder oír el diálogo entre los árboles y el frío de esta noche. Escribo con frío, mientras mis manos deliran.
Comentarios