Resulta que todo tiene un decir oculto. Hasta las palabras sólo dicen las cosas que pueden decir en los momentos que ellas creen perfectos. Pero también tienen aquello otro que no sueltan nunca, aquello que se llevan a la tumba del cuerpo hasta que un buen día la boca los larga a borbotones.
Resulta que yo también tengo palabras que nunca enuncio. Las escribo a veces en papeles arrugados que quedan archivados en la memoria de nadie. Las pronuncio e intento darles nombre: las culpo, las araño en mi cuarto corto, les digo, váyanse a tomar café, vayan a la plaza a ver si llueve, pero váyanse de mi vida. Y las palabras me miran como sonriendo, pero en el fondo es un sonrisa burlona de la que nunca se desprenden. Y yo quedo con mi rostro acartonado, miedoso, mirándolas y en espera de un susurro.
Resulta que todo posee una mirada oculta. Todo objeto tiene un rostro que nunca vi, y que tal vez nunca veré. Él está ahí, del lado inverso, viendo como lo miro pero no lo veo. Es como observar el viento fresco y la diablura de su juego con el mar: veo el agua trotar, abalanzarse abruptamente en la arena, veo su cuerpo de agua mecerse como una gaviota, pero nunca logro apreciar el viento y su materialidad. Siento el cuerpo inmaterial, elástico; siento su movimiento en mis manos, en mi rostro, como si de esa forma expresara su lenguaje de objeto. Pero no. El viento simplemente es el viento que amo. El mar y el viento son sencillamente imágenes individuales que no necesitan al parecer de nadie que las alimente.
Resulta que todo tiene un decir oculto que causa tanto temor como entrega.
Atardece y salgo a la puerta de mi casa a encender las luces. Camino despacio, recortando la distancia que hay entre cada farol, y en un acto casi sagrado, doy luz a la posibilidad de esta noche. De fondo, un cielo rojísimo: tropel que arriba con toda su furia, pero nunca lastima. Estos caballos, mansos como el arroyo, se alimentan de la hierba de mi hogar. Forman parte de este paisaje. Aquí nadie te quita el aliento, salvo la noche. Por momentos, me parece poder oír el diálogo entre los árboles y el frío de esta noche. Escribo con frío, mientras mis manos deliran.
Comentarios
Pero esa es la diferencia.
Mientras todos los hombres miraban, temían y adoraban al fuego, a uno se le ocurrió reproducirlo y a otro preguntarse que es. Ciertamente mataron a un dios con sus manos y su intriga, para que muchos otros hombres vivan.
El artista, el poeta en particular, tiene esa misión indelegable, debe profanar cada una de las palabras, para que estas, medusas infinitas, se repliquen en sensaciones y sentimientos. Decirle a los hombres que este es el verdadero banquete de los dioses.
que bueno que caracas todavía enamora gente.
Esperemos el envío sea con celeridad.
Abrazo.
;)
beso
marcelo
besos
Besotes